Así que cargaron al perrito —aún sin nombre— y lo llevaron a recibir atención médica. El diagnóstico fue duro: el accidente había destrozado la parte baja de la pata delantera izquierda, por lo que era necesario amputarla. Además, presentaba problemas pulmonares, desnutrición severa y un pronóstico reservado. La veterinaria se ofreció a realizar la operación como parte de su programa de apoyo comunitario, pero les advirtió que los gastos en medicamentos debían ser cubiertos por ellos.
Fernando, el padre, aceptó. Todos pondrían de su parte para que el animalito se recuperara. Mientras tanto, también buscarían a su dueño. El perro permaneció cuatro días en la veterinaria; durante ese tiempo, la familia colocó carteles y usó las redes sociales para tratar de encontrar a su propietario, pero, al parecer, era solo otro perro callejero. Nadie lo reclamó, nadie parecía conocerlo.
Cuando le dieron de alta, lo llevaron a casa. Aunque su hogar era pequeño, le hicieron un espacio para que pudiera recuperarse. Lo nombraron Fénix temporalmente, inspirados en la leyenda del ave que resurge de sus cenizas, pues deseaban que así sucediera con él.
Las tareas también cambiaron: Fernando lo curaba y lo sacaba a pasear, Juana continuaba cocinándole y alimentándolo, mientras que María y Diego le enseñaban dónde hacer sus necesidades y las limpiaban pacientemente.
Fénix era un perro grande, ya de algunos años. La veterinaria le calculó unos cinco. De pelaje corto y amarillo, orejas largas que le colgaban por la cara, criollo, de ojos negros y cola corta que movía cada vez que los veía. Aunque le faltaba la parte inferior de la pata delantera izquierda, le sobraba nobleza y amor.

Es indescriptible el amor que se puede sentir por un animalito, una mascota, o en este caso, un inquilino, pues no vivía con ellos, pero lo esperaban cada día con cariño.
Cierto día, la familia Cabanillas decidió mudarse a una casa más grande, con un patio amplio, y Fénix les preocupaba. Poco a poco comenzaron a llevarlo a la nueva casa para que se familiarizara, hasta que decidieron no dejarlo ir más. Querían adoptarlo oficialmente.
Cuando se mudaron, lo llevaron con ellos. Fénix ya no tenía necesidad de salir, pues el nuevo hogar tenía suficiente espacio para que pudiera moverse libremente. Cuando lo veían triste, lo sacaban al mercado, al parque, o a pasear por las calles. Poco a poco, Fénix se convirtió en parte de la familia.Fénix vivió siete años más junto a ellos. Un día enfermó, y nada se pudo hacer. Una afección renal y una torsión gástrica lo postraron. A pesar de todos los esfuerzos por salvarlo, el perrito sufría, y debido a su avanzada edad, no se recuperaría. Solo quedaba darle calidad de vida y, eventualmente, dormirlo para evitarle más dolor.
Una tarde, ya no pudo levantarse. La familia lo rodeó, y parecía que él los entendía. Miraba a cada uno con esos ojos negros hermosos, como agradeciéndoles por tanto amor. Fue quedándose dormido mientras Juana le acariciaba las orejas —pues eso le gustaba— y le decía con ternura:
—Descansa, mi amado Fénix, mi hermoso regalito callejero… gracias por tanto amor, por tus travesuras, por completar nuestra familia, por cuidarnos. Estaremos bien, y vivirás en nuestros corazones. A donde vayas ahora, siempre serás libre. Espero que no nos olvides, porque nosotros nunca lo haremos.
En el patio de la casa, debajo de unos hermosos geranios rojos —las flores con las que más jugaba— hay un letrero con un epitafio que dice:
“Aquí descansa nuestro valiente Fénix, nuestro regalito callejero.”