domingo, 6 de julio de 2025

RELATO CORTO: VOLVERÉ PRONTO A CASA

Aquel 5 de septiembre del 2020 fue un día doloroso, impactante e imborrable. Los detalles aún son confusos para Lucero. No solo recibió la llamada del hospital informándole que su hermano menor había fallecido, sino que ella debía ir a reconocer el cuerpo, entregar el certificado de defunción e iniciar los trámites del sepelio.

Apenas colgó el teléfono, se sentó un momento para respirar y tratar de asimilar aquella noticia. Nadie se lo esperaba. Apenas cuatro meses atrás habían paseado por las playas norteñas; apenas dos semanas antes habían hecho una videollamada, y tan solo dos días antes conversaron por teléfono.

Sin darse cuenta, y en un comportamiento casi automático, ya se encontraba en el hospital.
Aún no había llamado a nadie. En el fondo de su corazón quería creer que todo era un malentendido, pero no... allí estaba el cuerpo de su hermano, inmóvil, como dormido, como en paz… sin vida.
Lucero quedó ensimismada. No sabía qué pensar o sentir. ¿Cómo reaccionar? Estaba frente a su hermano, y como fotografías, todos los recuerdos comenzaron a invadir su mente.
Esa fue la última vez que lo vio. Por protocolos de bioseguridad, su cuerpo debía ser incinerado o sepultado en el menor tiempo posible.
Su hermano Marcelo solía decirle: “Lucero, si me pasa algo, debes ser tú la que se entere primero, la que dé la noticia, la que arregle mis asuntos… confío en ti; además, eres la mayor”, y después de eso, se echaba a reír. Lucero pensó que era una broma, pero al fallecer Marcelo se dio cuenta de que él no bromeaba, que quizá presentía que ese momento llegaría.
El día que debía regresar a casa, tuvo que ser operado de emergencia por una apendicitis. La operación fue un éxito, pero de alguna manera se contagió de Covid-19. Sus antecedentes bronquiales fueron decisivos para el trágico final. Sin embargo, la frase que más le gustaba era: “Volveré pronto a casa”.
Llamar a sus padres, a su otro hermano y al resto de su familia fue lo más difícil, pues debía mostrarse serena y tener el temple suficiente para dar tan desafortunada noticia.

Al salir del hospital tuvo que presenciar, de manera rápida, imágenes impactantes: médicos agotados, enfermeras tratando de reorganizar los ambientes para recibir a más contagiados, enfermos cubiertos tras cortinas de plástico, personal retirando sábanas y batas… Cada uno de esos sonidos y sensaciones eran claramente percibidos por Lucero. Recién entonces comprendió la cruel realidad de la que Marcelo le hablaba.
Familiares en la puerta del hospital, filas de carrozas fúnebres, personas llorando y gritando desconsoladas, otras reclamando y discutiendo con el personal de seguridad. Ella solo quería salir corriendo, cerrar los ojos y que, al abrirlos, todo hubiera sido una pesadilla. Quería ir a dormir y despertar siendo nuevamente una niña de 10 años, jugando con sus hermanos por toda la casa.
Pero aún había alguien a quien no había llamado: la novia de Marcelo. Quería darle la noticiaen persona. Después de todo, no solo era su pareja, sino también su mejor amiga, y la futura mamá de su sobrina. Aunque él murió sin saberlo, pues le estaban preparando la sorpresa.
Lucero ya no tenía fuerzas para decírselo sola. Su esposo Fabricio tuvo que acompañarla. Habían pasado varias horas desde que le avisaron, y ella aún no había llorado. Una voz en su cabeza le repetía: “Esto es un sueño. Pronto vas a despertar”.
Cuando Mariana abrió la puerta, se sorprendió un poco, pero no les dejó decir palabra alguna. Inmediatamente los hizo pasar y, emocionada, les mostró la cajita de regalo con la que pensaba anunciarle a Marcelo su embarazo.
Lucero no soportó más. La fortaleza que la había sostenido desapareció. No solo no encontró las palabras adecuadas para darle la noticia a Mariana, sino que el llanto apenas le permitía pronunciar frase alguna. Fue su esposo quien tuvo que explicarlo. La escena de dolor que vivieron después de eso fue indescriptible.
No hubo tiempo de velarlo ni de despedirse como acostumbraban. Todo el funeral fue rápido. En la mañana, Marcelo aún estaba físicamente vivo; por la tarde, solo vivía en el recuerdo de sus seres queridos y amigos.
Desde el inicio de la pandemia se establecieron protocolos de bioseguridad y nuevos hábitos de convivencia. La familia de Lucero los había cumplido estrictamente. Marcelo pasó varios días seguidos en el hospital, asistiendo a colegas, reemplazando y apoyando en todo lo que podía debido a la cantidad de personas infectadas con Covid-19 que llegaban en busca de atención. No había descanso.
La última vez que lo vieron sus padres, sus hermanos y su novia fue por videollamada. Estaba animado, deseoso de volver a casa. Solía decir: “Así es, esta es mi vocación”, “Decidí ser médico para ayudar a salvar vidas”, “Estoy agotado, pero estas personas me necesitan”.
Marcelo no volvió a casa, como tampoco lo hicieron muchas personas ese año. Aquella enfermedad no respetó estrato social, edad ni raza. Enlutó a muchas familias, cambió y truncó planes. Muchos durmieron soñando con volver pronto a casa… pero nunca despertaron.
Lucero llora la pérdida de su hermano menor. Sus padres añoran al hijo que se les adelantó en el viaje hacia la eternidad. Mariana siente en el pecho un vacío que solo se llenará con el nacimiento de una pequeña hija, quien crecerá sin conocer a su padre.
Todos de pie frente a un ataúd que poco a poco se pierde al descender en la tierra. Todos de pie frente a una pequeña lápida cuyo nombre les recuerda al ser amado que la vida les prestó y que ese día reclamó.
Pero ellos no eran los únicos. Por decenas se contaban los grupos de familias (máximo cinco personas) que despedían a un ser querido ese día. El llanto, la desolación y la desesperación eran compartidos allí, en ese lugar al que todos iremos a parar algún día: la última morada, el destino final.
Unos días después, hay una foto de Marcelo en la sala de aquella casa silenciada por la pérdida. Sobre ella, una frase que resuena en los oídos de todos. La última frase que pronunció antes de que su voz se apagara para siempre. La frase con la que tranquilizaba a sus padres cada vez que llamaba:

“Volveré pronto a casa”.
Pero de ese viaje ya no volverá… Al contrario, todos le darán el encuentro.


Escritora: María Karla Becerra Cabanillas
Escrito en el año 2024

Imágenes generadas por IA

sábado, 5 de julio de 2025

POEMA: MI QUERIDO MAESTRO ENRIQUE HERRERA IBAÑEZ


Hace ya casi veintiocho años,
lo vi llegar por vez primera,
entre rimas, libros y leyendas,
entre versos, normas y quimeras.

No guardo fórmulas ni fechas,
ni el dato exacto de la lección,
pero aún vive en mí su huella,
su palabra, su convicción.

Su forma tan única de ser y estar,
sus cartas llenas de inspiración,
su fe en mí, tan adelantada,
a mi propia comprensión.

Me dio alas para imaginar,
libertad para soñar profundo,
creyó en mí sin condiciones,
como pocos en este mundo.

Aún recuerdo su sonrisa viva,
sus bromas llenas de ironía,
y al cerrar los ojos lo escucho,
como si no existiera el día.

Eso es un maestro: el que trasciende,
el que toca más allá del saber,
el que escucha sin juicios ni prisa,
el que enseña a ser y a creer.

Mi querido maestro Enrique Herrera,
usted no partió, no se fue del todo.
Sigue vivo en cada recuerdo,
la semilla que sembró con devoción, germinó.

Porque un maestro así no muere,
solo cambia de estación.
Usted, Enrique, fue semilla
usted, maestro… fue lección. 

Este poema está dedicado a mi profesor de comunicación.
Escritora: María Karla Becerra Cabanillas
Escrito en el año 2025

Imágenes generadas por IA

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