En un pequeño pueblo andino, cierto día llegó a vivir Helena, una mujer
tan enigmática como amable, tan hermosa como inteligente, tan sensible como
valiente. De bella figura, cabello azabache y mirada inquietante. Nadie sabía de dónde venía, si tenía familia o amigos, pues nunca la
visitaban ni ella viajaba. Simplemente llegó y se quedó. ¿A qué se dedicaba?
Tampoco se sabía, pero poco a poco se fue integrando con los lugareños y
terminó enseñando en la escuela.
Al atardecer, cada día caminaba por un sendero que daba a un pequeño
abismo, cuya vista era un regalo para sus ojos. Lleno de vegetación y color, le
gustaba admirar a los pájaros que volaban libremente y se posaban en las
flores. Sonreía al verlos cortejarse entre ellos. Pasaba media hora
contemplando el horizonte y luego regresaba a casa.
Todos en el pueblo empezaron a inventar historias sobre ella. Nadie se
atrevía a preguntarle por su pasado. Algunos decían que huía de algo o alguien;
otros, que había perdido seres amados y se quedó sola en el mundo. También
murmuraban que la habían abandonado en el altar y, los más creativos, decían
que era un ser mágico que había llegado para proteger al pueblo.

Helena estaba a gusto en su pequeña casa. Los vecinos siempre
estaban pendientes de que no le faltara nada, la invitaban a las
celebraciones tradicionales, las fiestas de cumpleaños, le contaban las
leyendas del lugar y las historias que se transmitían oralmente de generación
en generación. A ella le gustó mucho una de ellas, la de la fundación del
pueblo. Una de las indígenas fundadoras, llamada Wayta, sufrió mucho por
defender a su gente y lograr conseguir esas tierras. Tenía un corazón bondadoso
y puro, pero confió demasiado en el hombre que la traicionó. Wayta quedó tan devastada
que corrió al abismo, abrió los brazos y rogó al Dios Sol que la liberara de
todo el pesar que cargaba en su alma, y se lanzó. En ese instante, le salieron
alas y voló lejos; nunca más se le volvió a ver.

Tanto le impactó aquella historia que se sintió identificada con
aquella mujer. Helena también quería liberarse de todo el peso que cargaba en
su alma y corazón. Todos la llenaban de elogio, pero rebotaban en su espalda
como plumas que iban completando aquellas alas imaginarias. Cierto día, llegó un forastero preguntando por Helena. Todos sintieron
curiosidad, pues, en los cuatro años que llevaba viviendo allí, nunca había
recibido visita alguna El hombre entró a la casa de Helena y se quedó por
lo menos un par de horas. Luego, así como vino, se fue.
Nunca Helena tuvo la mirada más perdida y triste. Poco a poco dejó de
ser la mujer que todos conocieron: ya no confraternizaba e iba adelgazando con
el pasar de los días. La última vez que la vieron fue en la iglesia. Ella
dejó un donativo, los miró a todos, les dio una sonrisa sincera de
agradecimiento y salió de allí.
Desde ese día, no la volvieron a ver más. Su casa quedó limpia; cada
una de sus pertenencias estaba etiquetada como regalo para la gente del
pueblo. Se tejieron nuevas historias. Unos decían que era la indígena
Wayta y había regresado para ver de nuevo a su pueblo; otros, que había vuelto
a huir en la noche hacia otro lugar para que no la encontraran. Los más
avezados aseguraban que, como Wayta, estiró los brazos, le salieron alas y voló
lejos, siendo liberada de sus penas. Así, cada uno fue inventando una historia
tras otra sobre la mujer de mirada enigmática pero amable.
Helena, Helena… un alma rota, pero no perdida; un corazón triste, pero
no desesperanzado. Ella solo quería paz, libertad, olvidar, volver a nacer,
volver a creer. Y estiró sus brazos, sus alas se abrieron y voló. Voló
lejos, voló como los pájaros que tanto admiraba, voló hacia el cielo sin más
despedidas que el adiós al cuerpo enfermo que la contenía.
Escritora: María Karla Becerra Cabanillas
Escrito en el año 2024.
Imagen generada por IA.
No hay comentarios:
Publicar un comentario