Isabel vivía en Chiclayo y su destino era Moquegua. Iba a visitar a su abuelo, quien la había invitado e insistido en aquel viaje. Isabel era su primera nieta y él anhelaba verla de nuevo. Hacía muchos años que la había dejado de ver, pues cuando él partió, ella era solo una niña y apenas lo recordaba. Sin embargo, le agradaba la idea de reencontrarse con él y conocer nuevas ciudades.
Su abuelo había viajado por trabajo con la intención de quedarse solo dos años, pero terminó enamorándose y prosperando en su empleo, por lo que decidió establecerse definitivamente. Sus tres hijos lo visitaron en algunas ocasiones, pero debido a la distancia, el trabajo y el costo del viaje, esas visitas se fueron volviendo esporádicas hasta que, finalmente, dejaron de realizarse. Con el tiempo, el teléfono se convirtió en su única conexión. Ahora que era mayor, los viajes largos le resultaban difíciles.
Gracias al apoyo de sus tíos y sus padres, Isabel pudo concretar el viaje, llevando cartas, paquetes, saludos e ilusiones. Sus padres no estaban del todo convencidos de que fuera sola, pero ya todo estaba planeado. Al llegar a Lima, debía llamar por teléfono tanto a sus padres como a su abuelo para coordinar su llegada y que él pudiera recogerla.
El viaje de Chiclayo a Moquegua transcurrió sin problemas. Los autobuses salieron a la hora esperada y no hubo contratiempos.
Al llegar a Moquegua, Isabel sintió una gran emoción. Cerca de la puerta de desembarque, vio a un señor que se parecía mucho a su padre. Dedujo que debía ser su abuelo, y él, al verla, también la reconoció de inmediato: tenía la misma mirada traviesa de su nieta y un gran parecido con su hijo. Además, pudo identificarla por la ropa que llevaba puesta. Se saludaron con cierta timidez al principio, pero enseguida se fundieron en un cálido abrazo.
Durante la semana que pasó en Moquegua, visitó algunos lugares turísticos como iglesias, casonas y parques. También viajó a Ilo, donde disfrutó de la playa, se llenó de energía y agradeció por aquel maravilloso viaje. Su abuelo hacía todo lo posible por pasar tiempo con ella, aunque sus obligaciones laborales lo limitaban. La esposa de su abuelo la trató bien, e Isabel les insistía en que volvieran a Chiclayo o que al menos los visitaran, pues todos extrañaban a su abuelo.
Un día, mientras estaba en casa, le pidieron que preparara ceviche. Daban por sentado que todos los norteños sabían hacerlo, pero Isabel no tenía experiencia en la cocina. Tuvo que llamar a su mamá para pedir instrucciones. El resultado fue comestible, aunque no particularmente delicioso. Su abuelo, sin embargo, se lo comió todo y, entre risas, le dijo:
—Valoro tu intento, nieta mía, pero ya veo que lo tuyo es el estudio.
Todos rieron con aquella ocurrencia.
A solo dos días de su regreso a Chiclayo, Isabel comenzó a sentir tristeza. No sabía cuándo volvería a ver a su abuelo y deseaba con todo su corazón que él pudiera viajar a Chiclayo en sus vacaciones. La semana junto a él le había servido para conocerlo mejor, y ahora quería tenerlo presente en su vida, no solo a través de llamadas telefónicas.
La despedida estuvo cargada de melancolía y esperanza. Antes de subir al autobús, su abuelo la abrazó y le dijo con ternura:
—Mi querida Isabel, quiero que sepas lo feliz que me ha hecho tu visita. Dios te cuide y proteja en este viaje de regreso a casa. Sé que Él te va a cuidar. Diles a mis hijos que los amo y que deseo que sean felices, porque yo también lo soy aquí.
Sin embargo, mientras dormía, el autobús sufrió un desperfecto, lo que provocó un retraso en el viaje. Cuando finalmente llegó a Lima, ya no había buses disponibles para salir hacia Chiclayo. Le recomendaron ir a otra agencia que tenía salidas en horarios diferentes.
Isabel sintió pánico. Estaba sola, no tenía familiares en Lima y le aterraba la idea de tomar un taxi en una ciudad desconocida para ella. En ese momento, su compañero de asiento le habló con calma:
—Isabel, ¿necesitas tomar otro autobús? Yo puedo ayudarte. Te acompaño hasta otra agencia para que compres tu pasaje y puedas regresar a casa.
Isabel se quedó helada. Nunca había cruzado palabra con aquel hombre, ni le había dicho su nombre.
—No te asustes —continuó él—. Solo quiero ayudarte. Si tomas un taxi sola a esta hora, te van a cobrar el doble o, peor aún, podrían llevarte a otro sitio.
Isabel estaba desconcertada. No sabía qué pensar ni qué hacer, pero aquella persona era la única que le ofrecía ayuda, y algo en su interior le decía que podía confiar en él.
—Está bien —respondió ella—, pero, por favor, ayúdeme a estar a salvo.
El hombre le sonrió amablemente, la ayudó a cargar su maleta y juntos salieron de la terminal. Tomaron un taxi y en pocos minutos llegaron a otra agencia. Para su alivio, había pasajes disponibles. Cuando finalmente tuvo su boleto en la mano, giró para agradecerle al hombre... pero él ya no estaba.
Confundida, le preguntó a la empleada de la ventanilla si había visto hacia dónde se dirigió el hombre que la acompañaba. La respuesta la dejó atónita:
—Señorita, usted vino sola a comprar su pasaje. Nadie la acompañaba.
Isabel sintió un escalofrío. Buscó al vigilante de la agencia y le hizo la misma pregunta. La respuesta fue igual de desconcertante:
—La vi entrar sola. Como es menor de edad, estuve pendiente de usted porque me pareció extraño que viajara sola a esta hora. No recuerdo haber visto a ningún hombre con las características que menciona.
Decidió no contarle nada a sus padres para evitar una reprimenda. Su autobús llegó poco después, y finalmente regresó sana y salva a casa.
—Gracias.